NOTA DE NAVEGACIÓN

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20 de julio de 2016

ENTR. 48 > PAPELES DE MI BARGUEÑO_2: Itinerario de un maestro en busca de la verdad.


ITINERARIO DE UN MAESTRO EN BUSCA DE LA VERDAD  [San Agustín de Hipona]


PRESENTACIÓN:

Hurgando en mi “Bargueño” he encontrado estas páginas, que creo interesantes, sobre la identidad y tarea de un hombre y maestro tan importante como san Agustín. Este trabajo, que realicé hace años, constituyó el primer capítulo de mi tesis doctoral en Historia Antigua sobre su libro titulado “De doctrina christiana” (Sobre la enseñanza cristiana), aunque allí iba acompañado, como es lógico, del requerido aparato crítico, que, por razones obvias, aquí reduzco al mínimo. Aunque se trata de uno de los más grandes santos de la Iglesia católica, aquí nos acercamos a su personalidad humana, como estudiante y maestro, y a su búsqueda y hallazgo de la Verdad definitiva, como él mismo nos la refleja en su famoso libro “Las Confesiones”, libro que nos sirve de guía. 


I.- La infancia y educación ambiente de Agustín.
Agustín nació el 13 de noviembre del año 354 en Tagaste, una ciudad de origen romano ubicada en la vieja y meridional Numidia, en el lugar que ocupa la actual Souk Ahras (Argelina). Fue en este entorno físico y social, a más 300 kilómetros del Mediterráneo y a unos 600 metros sobre el nivel del mar, donde pasó su infancia, entre pinares, olivos y campos de cereales: un entorno rural mediterráneo, agrícola y de interior, que le condicionaría para toda su vida y que él recordará siempre.

Su familia estaba formada por sus padres, Patricio y Mónica, un hermano mayor, Navigio y, según noticias de su biógrafo Posidio, una hermana. Una familia libre [no esclava], de modestos recursos económicos, a decir de Agustín, quien cuenta que sus padres y hermanos iban vestidos pobremente por el esfuerzo económico que les suponía tenerlo a él estudiando fuera de casa; sin embargo, creo que no debieron haber sido tan pobres, pues pudieron permitirse tener un pedagogo para su hijo, varias nodrizas y criadas, además de darle estudios, incluso fuera de casa. El que interrumpiera los estudios en Madaura durante un año por escasez de recursos económicos, posiblemente se debió a una raza de malas cosechas en el norte de África. Al mismo Agustín, contradiciendo lo expresado en los lugares que hemos citado, reconoce la situación de cierto desahogo económico por parte de su padre: “[...] otros muchos ciudadanos bastante más ricos que él no se tomaban por sus hijos un empeño semejante.” (Agustín de Hipona., Confesiones. II, 3, 6)[En adelante: Conf., …]

Patricio, que debió ser descendiente de un veterano romano instalado en Tagaste, pertenecía al consejo municipal de la ciudad - era un tenuis municeps -, y contaba con el patronazgo de su paisano Romaniano, personaje local con influencias en Roma. Agustín, que contó desde la infancia con su amistad y protección económica, tuvo sobre él una gran influencia, lo mismo que sobre el hijo de éste, Licencio, del que fue maestro y protector, a su vez.

La infancia de Agustín transcurrió bajo el signo del catolicismo, cuya educación específica recibió en el seno de su familia y en el contexto educativo de la Iglesia católica de Tagaste. Esta educación religiosa con un cierto carácter sistemático que la Iglesia impartía se hacía fundamentalmente a través del catecumenado, en estos momentos centrado en los adultos, ya que no existía aún el catecumenado de niños, que no sería implantado hasta finales del siglo VI.

Sin embargo, en las familias de tradición cristiana relativamente larga, como era el caso de la familia de Agustín, se debían tomar muy en serio la educación católica de sus hijos, existiendo lo que se podría denominar una catequesis doméstica privada. También se utilizaban otros vehículos de educación cristiana, aunque menos sistematizados que el catecumenado, como la predicación y la misma liturgia, las cuales revisten siempre un carácter eminentemente didáctico.

La educación cristiana católica que recibió el niño Agustín en seno de su familia estuvo marcada y dirigida por su madre, puesto que su padre, que era y permaneció pagano hasta poco antes de morir, no pudo imponerse sobre Mónica en la educación de su hijo, si bien sirvió de contrapunto al catolicismo militante de ésta, como él mismo reconocerá luego: “De hecho, yo era ya creyente, lo era mi madre y toda mi casa, excepto mi padre, pero él no pudo suplantar en mí el derecho de la piedad materna impidiéndome que creyera en Cristo, como él aún no había creído.” (Conf. I,11,17).
Mónica había grabado en su corazón el nombre de Cristo, le había enseñado a rezar y a vivir según la moral cristiana, lo que suponía una marcada orientación de la conducta del pequeño, aunque, como pasa casi siempre, de poco le sirvió cuando estuvo alejado de su influencia directa durante la adolescencia. Su madre le habría enseñado, por lo demás, la Historia Sagrada, al menos en sus episodios principales, la cual constituía el centro de la educación cristiana que con insistencia recomendaba la Iglesia a los padres: “Siendo aún niño ya oía hablar de la vida eterna, prometida a los hombres por la humildad de Dios nuestro Señor, que descendió hasta nuestra soberbia.”

La Biblia, por tanto, se convirtió para él en el libro por excelencia, al que acudirá casi instintivamente cuando, a los diecinueve años, se lance tras la búsqueda de la sabiduría instigado por la lectura del Hortensio de Cicerón. También había recibido los ritos iniciales preparatorios para el bautismo, como la señal de la cruz y la imposición de la sal, lo que suponía ya un entrar en la dinámica del catecumenado de la Iglesia católica: “Siendo aún niño [...] me persignaron con la señal de la cruz y me prepararon ya con su sal desde el vientre de mi madre.”(Conf. I, 11, 17).

Los padres de Agustín se preocuparon, también, de darle una buena formación clásica, haciendo que frecuentara la escuela pública, la del primus magister en Tagaste, primero, la de grammatica en Madaura, luego, y, finalmente, la de rethorica en Cartago, como se verá más adelante. Es que, la formación clásica constituía una de las vías de promoción económica y social para los hijos de estos ciudadanos romanos, porque podía servirles de trampolín hacia la fama y hacia los más altos puestos en la sociedad y en el Estado burocratizado de la época, en donde a los letrados, cuyo prototipo eran los rotores, les aguardaba un porvenir al servicio del Imperio, que se concretaba en puestos en tribunales, oficinas financieras, gobiernos de provincias o en el palacio imperial. Tan fuertemente arraigada estaba idea en el ambiente familiar de Agustín, que sus padres se lo inculcaron desde pequeño, como cuenta él mismo: “[...] se me proponía a mí, siendo niño, como norma de vida recta obedecer a los que me aconsejaban ser famoso en este mundo y sobresalir en las artes de la lengua que me proporcionarían la honra de los hombres y las falsas riquezas". (Conf. I, 9, 14).
Hasta tal punto el joven Agustín había hecho suyo este ideal que le vemos soñar con llegar hasta el puesto de gobernador de una provincia, lo que le podría suceder si se casaba con una joven rica. Su padre tenía la idea de que fuera abogado; pero él aspiraba a ser maestro de retórica, profesión más académica y literaria que la abogacía. En consecuencia, con todos los esfuerzos del mundo, proporcionaron a su hijo la educación clásica necesaria para que se abriera camino hacia una posición mejor que la que ellos tenían, aunque en la mente de su madre, la ferviente católica Mónica, también se albergaba la idea de que tales estudios podían contribuir a que su hijo fuera un excelente cristiano: “[...] y ella, porque creía que aquellos estudios que solían hacerse entonces, no sólo no habrían de ser un estorbo, sino una ayuda no pequeña para alcanzarte a ti”. (Conf. II, 3, 8).



II.- La adolescencia del estudiante Agustín.

Agustín pasó la infancia en su pueblo natal y en Madaura, en donde asistió a la escuela secundaria. Terminados los estudios de grammatica, a los 16 años, Agustín tuvo que volverse a Tagaste, porque el presupuesto familiar, que debía estar muy ajustado, no pudo soportar los gastos que suponía el tener al joven hijo fuera de casa. Allí pasaría un año "obligado al ocio por falta de recursos de mis padres", como él dice. Pero sólo un año, porque sus padres no se resignaron a que dejara de estudiar y, en consecuencia, a que interrumpiera la “carrera” hacia el porvenir halagüeño que ambos soñaban para él: “[...] mientras mis padres hacían los preparativos necesarios para el viaje más largo a Cartago, más por obstinación de mi padre que por sus posibilidades, siendo como era un ciudadano muy modesto de Tagaste." (Conf., II, 3, 5).

Al año siguiente, lo vemos ya en Cartago iniciando los estudios de retórica, es de suponer que con la ayuda de Romaniano. Así se explicaría que en cuestión de un año la economía familiar, que no le permitía estar en la cercana Madaura, de pronto le permitiera trasladarse a Cartago, ciudad más lejana y más importante y en consecuencia con una vida más cara, a no ser que pensemos en la venta de parte del huerto familiar. Sea por una u otra causa, o por ambas a la vez, el hecho es que no le va a faltar ya dinero para vivir con cierta holgura, incluso cuando, muerto su padre, dependa del dinero de su madre viuda.

La llegada a Cartago en el 371, cuando contaba 17 años, supuso todo un choque personal para el estudiante provinciano. En esta población, que él califica de sartén, haciendo un juego de palabras entre Carthago y sartago, encontró todo aquello que ofrecía la gran ciudad universitaria y que podía atraer a un joven impulsivo como él. Durante el primer año de estancia en Cartago a Agustín le consumen las inquietudes y la curiosidad por experimentar todo lo desconocido, al mismo tiempo que se dedica al estudio de "los libros de la elocuencia, anhelando sobresalir en ella con el fin de satisfacer la vanidad humana""(Conf., III , 4, 7)., lo que le llena de soberbia y de orgullo. 
En esta época a Agustín está obsesionado por intereses materialistas, por el sexo y las diversiones de todo tipo, a las que se dedicaba con todas las fuerzas de su juventud. Los estudios, en los que destacaba con facilidad, le interesaban como trampolín para alcanzar la fama, que le proporcionaría dinero y una prestigiosa situación social: “[...] corría al principio con tanta ceguera que me avergonzaba entre mis compañeros de ser menos desvergonzado que ellos, porque les oía jactarse de sus maldades y gloriarse tanto más de ellas cuanto más feas eran; y me agradaba hacerlas no sólo por el placer de la acción sino por el gusto de la alabanza. ¿Qué hay más digno de la represión que el vicio? Yo, para no ser reprendido, me hacía más vicioso. Y si no había hecho algo que me igualara a los más perdidos, fingía que lo había hecho para no parecer más despreciable cuanto más inocente y para que no me considerasen más vil cuanto más casto." (Conf., II, 3, 5-9; III, 1-2; 4, 7).

La adolescencia fue un período muy convulsivo en vida de Agustín, que poco a poco se fue alejando de las enseñanzas y valores que la educación cristiana le había inculcado, a lo que contribuyeron factores diversos: el alejamiento de la casa paterna, las compañías que frecuentó durante esos años, los intereses materialistas que impulsaban su vida entonces, junto con la especial efervescencia de las pulsiones sexuales que comporta el despertar de la naturaleza en esa edad, como él mismo reconoce: “En mí se levantaban nieblas de la cenagosa concupiscencia de mi carne y del manantial de mi pubertad, que oscurecían y ofuscaban mi corazón de tal manera que la serenidad del amor casto no se distinguía de la oscuridad del amor impuro. Uno y otro hervían confusamente dentro de mí y arrastraban mi débil edad por los precipicios de mis apetitos y me sumergían en un piélago de maldades [...] Pero yo, miserable, me convertí en un hervidero siguiendo el impulso de mi pasión, abandonándote a ti, y traspasé todos tus preceptos." (Conf., II, 2, 2 y 4). Este torbellino de pulsiones interior de Agustín, como de todo adolescente, venía favorecido, en su caso, por el ambiente pagano de la sociedad de su tiempo: “Me atraían enormemente los espectáculos teatrales, llenos de imágenes de mis miserias y de los incentivos de mi pasión." (Conf., III, 2, 2).

Durante su estancia fuera de casa, tanto en Madaura como en Cartago, parece que sus padres se preocuparon más de que prosiguiera y terminara los estudios, que de su vida moral. Incluso su madre fue aflojando la atención por la vida cristiana de su joven hijo. Agustín, desde sus años y su postura de obispo echará en cara ese "abandono" espiritual de su joven hijo. Sobre todo recrimina a su madre por ese comportamiento hacia él en aquellos años decisivos de su adolescencia, menos tolerable en ella que en Patricio su esposo, que al fin y al cabo era todavía pagano y tenía una mentalidad más permisiva que su esposa en lo referente a la conducta moral: “Ni siquiera mi madre carnal, que ya había huido de en medio de Babilonia, pero que en las demás cosas iba más despacio, y que antes me había aconsejado la castidad, procuró contener con los lazos del matrimonio, si es que no se podía de otra manera cortar por lo sano, aquello que había oído de su marido acerca de mí [...] Y no se preocupó de esto..." (Conf., II, 3, 8; cf. II, 2, 3; I, 11, 18).

Un hecho relevante en este proceso de crisis y evolución de Agustín fue la muerte de su padre, probablemente al final del primer año de su estancia en Cartago. Esto supuso que, a partir de entonces, su madre quedara sola en la dirección de la formación y de la vida espiritual de su hijo Agustín, sin el contrapunto pagano de su marido. De hecho lo seguirá tan de cerca que a veces tenemos la impresión de que su presencia llega a resultarle agobiante, sobre todo después de hacer las paces con ella y readmitirlo en su casa, tras la expulsión por haber entrado en el maniqueísmo, como veremos más adelante.

A pesar del cuadro disoluto que pinta de su adolescencia, fruto de la visión excesivamente severa con la que siendo obispo examina su propia vida, cuyo juicio valorativo de la misma hay, por tanto, que matizar, Agustín reconoce que era un joven amante de la naturaleza - "que no permitía que se sacrificase por mí ni una mosca" (Conf., IV, 2, 3.)-, y pacífico, a quien le disgustaba todo lo que supusiera violencia y vejación de los demás: “[...] pero tú sabes, Señor, que era mucho más tranquilo que los demás y totalmente ajeno a las calaveradas que hacían los <> - nombre siniestro y diabólico que era entonces como distintivo de urbanidad -, entre los que vivía yo como una especie de vergüenza por no ser uno de tantos. Yo estaba con ellos y me compadecía a veces con su amistad, pero siempre aborrecía sus actuaciones.” (Conf., III, 3, 6).

Ante todo, es un joven intelectual e interiormente inquieto por las cuestiones fundamentales, como la naturaleza del ser, la esencia e identificación de la Verdad y de la Sabiduría y la posibilidad de alcanzarlas. En Cartago se dedica con ahínco al estudio y ejercicio de la retórica, cuya meta era la formación del perfecto orador, vir eloquentissimus. Para conseguirlo era necesario conocer y dominar la técnica tradicional, siguiendo el programa de estudios, perfectamente establecido. Esa era la preocupación fundamental de sus padres en aquellos momentos: “[...] su única preocupación era que aprendiera a hablar lo mejor posible y a persuadir con la palabra.” (Conf. II, 2, 4).


III.- La lenta y tortuosa vuelta al catolicismo de la infancia.
- El impacto de un libro de filosofía. 

Sumergido en lo que él denomina los "desenfrenos juveniles" y dedicado con entusiasmo y provecho a los estudios de retórica en Cartago, el inquieto Agustín, vivió un episodio que para otro quizás hubiera sido irrelevante; pero que para él fue decisivo como punto de inflexión para el paulatino cambio de rumbo de su vida, y que supone el primer paso en el itinerario de vuelta al catolicismo (“conversión”) del que se había ya distanciado. El acontecimiento fue la lectura de un libro de filosofía al que le condujeron los estudios de retórica: el Hortensio de Cicerón. Desde este momento Agustín experimentó una grande y duradera devoción que por Cicerón, devoción que no se extinguió nunca, ni siquiera cuando, al final de su vida, intentó marcar distancias entre él y su maestro, hablando de “un tal Cicerón” u omitiendo su nombre al referirse a él, como hace en el De doctrina christiana. En efecto, el desarrollo del programa de estudios de retórica condujo a Agustín a la lectura del Hortensio de Cicerón: "Y así, siguiendo el orden establecido en la enseñanza, llegué a un libro de un tal Cicerón, cuya lengua casi todos admiran, pero no su contenido [...] Este libro cambió mis afectos y trocó mis plegarias hacia ti, Señor. Hizo que mis votos y deseos fueran otros. De repente me pareció despreciable toda esperanza vana, y con un ardor increíble de mi corazón deseaba la inmortalidad de la sabiduría y comencé a levantarme para ir a ti. No era para pulir mi estilo lo que parecía comprar con los dineros de mi madre en aquella época de mis diecinueve años, habiendo muerto ya mi padre más de dos años antes." ( Conf. III, 4, 7-8).

Al joven y ambicioso estudiante de retórica se le presentó de repente y por primera vez el ideal de la filosofía (la vida del espíritu) como lo único importante. Agustín entenderá por filosofía no un mero sistema estructurado y exhaustivo, según el modelo aristotélico o estoico, donde se incluían todas las disciplinas – lógica, física, metafísica y ética –, sino más bien algo que correspondía a lo que los primeros filósofos llamaban teología, que incluía la investigación intelectual, la orientación religiosa y el empeño ascético.

En la filosofía Agustín pensaba poder encontrar la respuesta a las cuestiones que ya empezaban a inquietarle profundamente, como el problema del dolor, de la inmortalidad, del mal, etc., además de llevarle a la sabiduría (en cierto modo se identifica con ella), que era la gran pasión de su vida, y alcanzarla el único objetivo de la vida, el que hace de ella la realidad y el todo, es decir, la sabiduría: "Desde que en el año decimonoveno de mi edad leí en la escuela de retórica el libro de Cicerón llamado <>, mi alma se inflamó de tanto amor y deseo de la filosofía, que inmediatamente pensé en dedicarme a ella."(Agustín, Vita beata, I, 4).

El primer resultado de este choque intelectual y religioso, fue el volver a Agustín hacia la Biblia, exponente literario del catolicismo materno y de la educación religiosa recibida en su infancia, que empieza a leer con avidez, como si pretendiera refugiarse en ella; pero queda decepcionado por el texto sagrado, cuya calidad literaria le parece ínfima comparada con la de los autores clásicos (en esto reproduce la reacción típica de los ambientes literarios paganos), y se aleja de las letras cristianas, no sin sufrimiento por semejante desilusión: "Así pues decidí prestar atención a las Sagradas Escrituras y ver cómo eran. Y [...]me parecieron indignas de ser comparadas con la dignidad de los escritos de Tulio. Efectivamente, mi orgullo rechazaba su estilo y mi mente no penetraba en su interior." ( Conf. III 5, 9).


- El paso de Agustín por el maniqueísmo: espejismo y decepción.


 Este alejamiento de las Escrituras, y del catolicismo de su infancia, hizo que el joven Agustín se encontrara sin ninguna referencia espiritual, desnudo de todo socorro intelectual, religioso y moral, cuando tenía necesidad de una dirección personal y de una comunidad viva, que le acogiera y orientara, lo que no encuentra en la Iglesia de su entorno. (Otra cosa muy distinta le ocurrirá en Milán, en donde encontrará a Ambrosio y a su Iglesia, quienes desempañarán un papel decisivo en la vuelta de Agustín al catolicismo). En estas circunstancias, encuentra la secta de los maniqueos, bastante extendida entre la gente cultivada de Cartago, ciudad en la que estaba presente desde 277, veinte años después de la muerte de Mani, su fundador. Éste, nacido el 216 d.C. en el seno de una familia emparentada con los príncipes persas de los Arsácidas, pretendía salvar a toda la humanidad, mediante una religión que conjugaba de manera sincrética elementos del zoroastrismo, budismo y cristianismo. Presentaba una “revelación” sobre la naturaleza de Dios, del hombre y del mundo, que prometía la salvación universal por medio del conocimiento: una teología, una antropología y una cosmología, que pretendía responder a todas las cuestiones e interrogantes que pudieran inquietar a cualquiera. Todo ello adornado de un ceremonial que impresionaba a Agustín, dándole la impresión de estar elevado sobre la vulgaridad cotidiana. Era justo lo que Agustín estaba persiguiendo tras la lectura del Hortensio, por lo que no dudó en entrar en la secta, en calidad de oyente grado del que no pasaría durante los años que permaneció en ella [Por encima de los oyentes había seis grados más: los elegidos, los diáconos, los sacerdotes, los obispos (en número de 72), los maestros (en número de 12) y el jefe supremo]: “De esta manera me encontré con unos hombres que deliraban orgullosamente, excesivamente carnales y locuaces, en cuya boca hay lazos diabólicos y una viscosidad hecha con la mezcla de sílabas de tu nombre y del nombre de nuestro Señor Jesucristo y de nuestro Paráclito y Consolador, el Espíritu Santo. Estos nombres no se apartaban de sus bocas, pero solo en el sonido y ruido de la lengua, ya que en lo demás su corazón no poseía la verdad." (Conf. III, 6, 10).

Terminados los estudios de retórica, cuando tenía veinte años, el joven maniqueo inicia su carrera docente impartiendo, primero, clases de gramática en Tagaste, donde permanece sólo un año (474-475), y, luego, de retórica, en Cartago (375-383), en Roma (384-384) y en Milán (384-386) sucesivamente, aunque también siguió abordando en sus clases los temas de gramática como era habitual en las escuelas clásicas. Cuando llegó a su pueblo natal se encontró con una sorpresa que debió ser dura para él: su madre, la ferviente católica Mónica, a la que, seguramente, le debió ocultar su situación de maniqueo, al enterarse de ello le echó de casa ( Conf. III, 11, 19), siendo acogido por su protector Romaniano, al que le estará siempre agradecido, como lo demuestran las siguientes palabras: "Tu en nuestro municipio, con tus favores, tu amistad y el ofrecimiento de tu casa, me hiciste partícipe de tu honra y primacía."(Ag., Acad. II, 2, 3).

No se sabe cuánto tiempo duró esta expulsión de la casa materna. Algunos estudiosos de Agustín piensan que las paces entre él y su madre no se hicieron hasta su reencuentro en Milán; sin embargo, esta expulsión no debió durar muchos meses, pues él mismo da a entender que cuando se fue de Tagaste a Cartago, tras la muerte de su amigo íntimo, vivía ya con ella: "[...]la patria se convirtió para mí en un suplicio, y la casa de mis padres en una infelicidad insoportable." (Conf. IV,4,9). Esto viene corroborado, además, por el hecho que, cuando más tarde zarpa desde Cartago para instalarse en Roma su madre ya lo seguía tan de cerca y obstinadamente, que tuvo que engañarla para tomar el barco sin ella.

En su pueblo el joven profesor inicia lo que se convertiría en su estrategia habitual durante los nueve años en que profesó el maniqueísmo: en público enseñaba la retórica y en privado propagaba las doctrinas maniqueas, ganando a muchos paisanos cultos para la religión de Manes, entre ellos a su anfitrión y protector Romaniano y a su amigo y paisano Alipio. Apenas pasado un año, lo vemos regresar a Cartago para trabajar como maestro de retórica en la escuela pública de dicha ciudad. Esta marcha repentina de Tagaste, en realidad fue una huida, motivada por la profunda decepción, y el "golpe terrible", que le supuso la muerte inesperada de un joven paisano y amigo del alma desde la infancia, convertido por él al maniqueísmo. 

De vuelta a Cartago, Agustín simultaneó sus clases de retórica con el cultivo de la literatura, como lo demuestra su libro De musica, que había llegado a ser conocido hasta Roma, llegando a alcanzar fama de literato. Incluso, ya siendo obispo, sería presentado como experto en Cicerón por su amigo Alipio, obispo a su vez de Tagaste, en los círculos intelectuales de Cartago. Su antiguo compañero de estudios en Cartago, Vicencio de Cartenas, le recordará años más tarde, en el año 408: "Te conocí, mi excelente amigo, como hombre dedicado a la paz y rectitud, estando como estabas alejado de la fe cristiana. Por aquel entonces te ocupabas en intentos literarios..." (Ag., Ep 93,13,51)-

Al mismo tiempo Agustín continuó leyendo y estudiando por su cuenta, sin ayuda de maestro alguno, y empezó su larga producción literaria [a lo largo de 47 años, 118 obras, de las cuales 13 en forma de carta, y otras muchas cartas], con el De pulchro et de apto, aparecido en el 380, que se perdió ya en su tiempo, lo que demuestra la inquietud intelectual del joven profesor: “[...] todos los libros que cayeron en mis manos sobre las artes liberales [...] entendiendo sin gran dificultad y sin ayuda de nadie la retórica y la dialéctica, la geometría y la música y la aritmética, porque la rapidez en entender son también dones tuyos." (Conf., IV, 16, 30-31)

A medida que, por su cuenta, va adentrándose, en la lectura de libros y en la reflexión filosófica sobre los cuestiones tan profundas como la naturaleza las cosas, del alma, el hombre, la salvación etc., Agustín va experimentando, cada vez más, la soledad intelectual y religiosa y la necesidad de alguien que le resuelva las grandes interrogantes que se suscitaban en su interior: "¿De qué me servía leer y entender por mí mismo todos los libros que cayeron en mis manos sobre las artes liberales, siendo como era un esclavo perverso de mis males inclinaciones? Disfrutaba con su lectura, pero no sabía de dónde procedía lo que había en ellos de verdadero y de cierto. Tenía la espalda vuelta hacia la luz, y el rostro hacia las cosas iluminadas. Por eso no se iluminaba mi rostro, que miraba hacia las cosas iluminadas." (Conf., IV, 16, 30).

Las esperanzas puestas en el maniqueísmo fueron desvaneciéndosele poco a poco, a medida que se daba cuenta de que esa doctrina no le resolvía las cuestiones fundamentales, viéndose cada vez más decepcionado. El acontecimiento que marcó el declive definitivo de dicha fe, fue el encuentro que tuvo con el obispo Fausto de Milevis, el más eminente y prestigioso miembro de la secta de los maniqueos africanos, al que acude para aclarar algunas contradicciones que observaba en la cosmología de la gnosis de Mani, centrada en la maquinaria de las esferas celestes, que le resultaba inadmisible. Agustín sufre tal decepción, que no duda en calificar a Fausto de "gran lazo del diablo". Él mismo nos relata y califica la decisiva entrevista realizada en Cartago en el 383: "Cuando lo pude hacer, comencé a hablarle rodeado de mis amigos en la ocasión más conveniente a nuestra disputa y le propuse alguna de mis dificultades, pero inmediatamente me di cuenta de que era un hombre que ignoraba totalmente las artes liberales, fuera de la gramática, y aun ésta la sabía de manera muy corriente." (Conf., V, 6, 11)

Este cambio de actitud de Agustín hacia el maniqueísmo estuvo motivado, no sólo por la mencionada decepción intelectual, como él mismo confiesa, sino, también por la insatisfacción que le producía en su ambición por situarse socialmente el no poder ascender al grado de los elegidos, en la secta, puesto que no estaba dispuesto a asumir los rígidos compromisos morales que ello le exigía.

- La desesperación intelectual o la caída en el escepticismo

El impacto negativo de la entrevista con el obispo maniqueo marca el inicio del proceso de alejamiento del maniqueísmo y la entrada en una crisis de escepticismo filosófico, casi en la desesperación, en cuanto a la posibilidad de encontrar la verdad. El joven profesor y filósofo  experimenta un malestar que le empuja a desesperar del estado de su alma y de sus creencias, aunque sigue obsesionado por la filosofía. Entonces se interesa por los escritos de los Académicos y se inscribe provisionalmente en la Nueva Academia - "entregué a los académicos el gobernalle de mi alma", dice él mismo - atraído por su actitud de duda universal: "Por otra parte me vino también la idea de que los filósofos llamados académicos habían sido más prudentes que los demás, porque opinaban que había que dudar de todo y sostenían que el hombre no podía comprender la verdad." (
Conf. V,10, 19).
Al joven filósofo le parece que la actitud más honesta es la de renunciar por principio a poseer toda certeza e instalarse en el escepticismo radical, lo que significaba para él, intelectual inquieto por la verdad, una puerta abierta a la desesperación, en la que cayó inevitablemente. En esta situación lo encontrará su madre cuando, en el 385, se reúna con él en Milán: "Al llegar [mi madre] me encontró en grave peligro a causa de mi desesperación de encontrar la verdad." ( Conf. VI,1,1).

Sin embargo, todo ello, decepción y escepticismo, supuso para Agustín una liberación de las afirmaciones dogmáticas de los maniqueos y dejó al descubierto en él el catolicismo de su infancia, sobre el que luego apoyará y culminará la búsqueda de la Verdad absoluta. Está buscando un sentido de la vida que dirija su conducta y estabilice su existencia y no lo encuentra. En realidad, no duda de que pueda existir tal verdad salvadora, sólo que el camino para llegar a ella le parece que está vedado a la razón humana. Es verdad que intenta acercarse a la fe católica como a una tabla de salvación; pero la idea que tiene de ella, de sus dogmas y de la explicación de los mismos, está deformada y en lugar de atraerle, le repele. Lo que en el fondo de su ser Agustín está apunto de encontrar es aquella verdad que él ha poseído cuando era niño: sobre Dios, pobre la providencia y sobre el juicio, más aún que su propia inmortalidad, él quiere tener luz y siente que todo ese patrimonio espiritual se le ha hecho inaccesible. Su vida está desorientada y va a la deriva. Las Confesiones pueden muy bien haber oscurecido el cuadro de su estado de espíritu en esa época; sin embargo, es cierto que Agustín ha sufrido el vendaval en donde se debatía su alma, y que sus mayores éxitos externos no fueron capaces de consolarle de sus sufrimientos internos. En el 383, el decepcionado y escéptico profesor decide trasladarse a Roma, convencido por sus amigos, en donde esperaba encontrar mejores condiciones para la enseñanza y mayores oportunidades para sus ambiciones personales. Zarpa para dicha ciudad, engañando a Mónica, su madre, que quería viajar con él, pues desde que hizo en el maniqueo, no se lo dejaba en ningún momento, preocupada como estaba por su porvenir y por su vuelta a la Iglesia católica: "Tú , Dios mío, sabías por qué me marchaba de aquí y me iba allí y no me lo decías ni a mí ni a mi madre, que lloró amargamente mi partida y me siguió hasta la orilla del mar. La engañé cuando me sujetaba con todas sus fuerzas, diciéndolo que o me dejara marchar o se viniera conmigo. Para eso fingí que quería despedir a un amigo y estar con él hasta que el viento favorable le permitiera hacerse a la mar. De este modo mentí a mi madre, y a tal madre, y me marché." (Conf., V, 8, 15).

En Roma se movió en los círculos maniqueos y se puso a enseñar retórica por su cuenta. El primer año fue difícil para él, física y económicamente, por culpa de una enfermedad y porque los alumnos romanos tenían la pícara costumbre de marchase cuando llegaba el momento de pagar al profesor; sin embargo, no fue desaprovechado para sus ambiciones "profesionales.” Al final del mismo año ya había entrado en contacto con Símaco, Prefecto de la ciudad, quien por entonces había recibido el encargo de elegir un profesor de retórica para la ciudad de Milán, residencia de la corte imperial. En el otoño del 384, se convocó el concurso para dicho puesto, el cual se realizó mediante el examen pertinente, consistente en la pronunciación por parte del opositor de propio un discurso ante el examinador (en este caso el prefecto Símaco), y que ganó el joven maniqueo y profesor de retórica Agustín, que estaba próximo a cumplir los treinta años. En su elección para el puesto confluyeron varias circunstancias: la comprobada calidad de Agustín como orador, que el mismo Símaco había podido constatar en el mismo examen; las recomendaciones de sus protectores maniqueos, que él mismo reconoce, y las propias circunstancias por las que estaban atravesando las relaciones entre los conservadores paganos, de los que Símaco formaba parte, y la Iglesia de Milán, a cuyo frente estaba Ambrosio, que desaconsejaban el nombramiento de un católico para dicho puesto. La aprobación del examen y la obtención del puesto de rétor supusieron un reconocimiento oficial de las aptitudes intelectuales y docentes de Agustín por parte de la autoridad oficial del Imperio y un reconocimiento de que el joven profesor pertenecía al mundo de la cultura clásica de su tiempo, que era un intelectual de la Antigüedad Tardía, un letrado de la decadencia.

Entre re esos éxitos del joven profesor hay que situar su llegada a Milán y el inicio de la actividad como profesor y rétor oficial de la corte imperial, lo que supuso para él la entrada en contacto con un mundo culturalmente refinado, que pululaba alrededor de la corte, donde se leía, se discutía y se escribía lo mismo de literatura que de filosofía o de astronomía. Fue como entrar en una vida de relaciones hasta ahora no experimentadas, que podía proporcionarle la fama y el éxito, precisamente lo que él estaba buscando. Enseguida se introdujo en esos ambientes intelectuales y políticos, rodeado de amigos que pululaban en torno a la corte. Para que esos éxitos exteriores fueran acompañados de la luz interior que despejara su alma de las tinieblas de la desesperación en que le tenía sumido el escepticismo, Agustín sólo necesitaba encontrar los hombres adecuados que le presenten esa fe de modo inteligente y le dieran una respuesta a sus grandes interrogantes.


- El descubrimiento de la filosofía neoplatónica y abandono del escepticismo (El neoplatonismo cristiano). 

En Milán Agustín se sumerge en la lectura de los libros de los platónicos (Libri Platonicorum), a los que tiene acceso gracias a una traducción latina de Mario Victorino, que le proporcionó alguien, que no nombra pero al que califica de "un hombre vanidoso y extraordinariamente orgullos, y que le causaron una gran impresión. Entre los dichos libros estaban Filosofía de los Oráculos de Porfirio, un tratado de teología pagana, cuyo contenido califica él de “buenos perfumes de Arabia”, y el De regressu animae, que estaba plagado de citas de Platón y de Plotino sobre el tema de la huída del cuerpo y la ascesis del alma hacia la contemplación, precisamente lo que él estaba buscando desde hacía mucho tiempo. En el neoplatonismo Agustín encontró los recursos teóricos para enfrentarse críticamente interior con la topografía de los maniqueos, cuyo rechazo la había dejado sin salida ni respuesta intelectual. El dualismo que le presentaba el neoplatonismo, para el cual la realidad se divide en dos polos: el mundo material sensible y mutable, y en el mundo inteligible e inmutable per se (el Uno, fuente del ser). El contacto con esta nueva visión de la realidad tuvo el efecto de abrirle las puertas a la trascendencia, sacándolo del materialismo maniqueo, cuyo dualismo identificaba el Mal con la materia y el mundo espiritual, el Bien, lo reducía a simple antimateria, y de orientarlo hacia la salida del escepticismo, como paso previo para el retorno al catolicismo materno.

Agustín se encuentra sólo a un paso del final de su largo itinerario espiritual hacia el alcance de la sabiduría; ha triunfado de su desarraigo escéptico, de las dudas que lo detenían en lo provisional y en la nada, y sabe que existe una verdad cognoscible de Dios, cuya sola búsqueda es ya fuente de felicidad.


- La vuelta definitiva a la Iglesia católica. El encuentro con Ambrosio y su Iglesia. Descubrimiento del sentido alegórico de la Sagrada Escritura.

En Milán Agustín entró en contacto también con la Iglesia católica y, sobre todo, con el obispo Ambrosio, encuentro que, luego, interpretará como un gesto de la providencia que de este modo guiaba sus pasos, y que cambiaría definitivamente el rumbo de su vida: "Llegué a Milán y visité al obispo Ambrosio [...] Tú me conducías a él sin yo saberlo para que él me llevara a ti sabiéndolo."(Conf. V, 12, 23).

Para el decepcionado y cambiante Agustín la figura firme y segura del obispo Ambrosio encarnaba el símbolo de la seguridad y estabilidad personal que él no tenía y que buscaba ansiosamente. La Iglesia milanesa se le presentaba, también, bajo la guía de su obispo, segura e inmutable, por encima de las adversidades de opinión y las objeciones de los escépticos, que exponía su doctrina como la verdad divina misma e invitaba a todos a aceptarla y seguirla. Tan impresionado quedó Agustín por la personalidad y elocuencia de Ambrosio que acudía a su Iglesia a oír sus sermones, atraído, en un primer momento, por la forma de los mismos y, paulatinamente, por su contenido. Por la forma, los discursos del obispo católico la parecían al profesor de retórica, Agustín, "menos elegantes y suaves" que los del obispo maniqueo Fausto, pero "más eruditos.”

Una de las cosas que más admiró de Ambrosio y la que abrió definitivamente sus ojos a la verdad del catolicismo, fue, como él mismo nos dice, la interpretación alegórica y tipológica de las Escrituras: "Me alegraba también de que los antiguos escritos de la Ley y los Profetas ya no se me propusieran de modo que los leyera con los ojos de antes, que me parecía absurdo [...] Oía con gusto que Ambrosio decía muchas veces en sus sermones al pueblo <>, recordando esto con suma diligencia como una regla segura, que él aplicaba cuando exponía aquellos textos que tomados al pie de la letra parecía enseñar lo malo; en cambio, interpretados en sentido espiritual, una vez roto el velo místico que los envolvía, no decían nada que pudiera escandalizarme, aunque dijeran cosas que aún no sabía si eran verdaderas."(Conf. ,VI,4,6).

Este tipo de interpretación alegórica de las Escrituras, que Ambrosio había adoptado de los padres griegos, sobre todo de Basilio y de Orígenes porque le parecía más adecuado para exponer las cuestiones cristológicas, fue todo un descubrimiento para Agustín, porque le hizo ver que por debajo de las apariencias de la letra poco clara del Antiguo Testamento se oculta el verdadero significado, que llama a nuestro espíritu a trascender la realidad visible y elevarse hacia la dimensión trascendente. Las Escrituras, de las que se había apartado tras la lectura del Hortensio porque consideró que no merecían la pena por su baja calidad literaria y sus pueriles razonamientos, se le abren ahora como un mar cargado de riquezas, cuyos contenidos se encuentran velados pero que es posible descubrir, gracias al método de interpretación alegórica. Con asombro, Agustín se da cuenta de que la interpretación alegórica da a lo que para él no son más que "cosas absurdas y cuentos de viejas" de la Biblia un sentido profundo y que detrás del antropomorfismo del texto y de sus representaciones de apariencia primitiva se descubre en ella una poderosa visión de conjunto sobre Dios, el mundo y el hombre. Así el cristianismo se le presentó como una verdad de orden espiritual, que visiblemente no se dirige sólo a las mentalidades infantiles o incultas. Y es también efectiva y concretamente, una comunidad, capaz de reunir a los hombres para transformarlos y determinarlos. A partir de aquí, Agustín filosofa bajo dos estímulos principales: la Biblia y los “platónicos”, aunque desde ahora los platónicos le interesan en orden a su fe. Fue éste un verdadero y decisivo descubrimiento intelectual, que le hizo ver la existencia de una realidad permanente, puramente espiritual, que transciende a las cosas, y que los filósofos no habían vislumbrado. Por recomendación de Ambrosio, cuya predicación fue calando de modo paulatino en su interior, Agustín comienza el contacto con la Sagrada Escritura leyendo, en primer lugar, las cartas de san Pablo.

Al igual que fue decisivo para su vida intelectual y espiritual el descubrimiento del método alegórico como vía de interpretación de las Escrituras, lo fue también para la historia de la cultura, porque pertrechado con él el profesor de retórica y filósofo cristiano Agustín, será capaz de penetrar en los secretos de ese libro y allí encontrar el contenido intelectual y religioso que sustituirá al contenido mitológico (él hablará de las "falsedades" y “supersticiones”) de la cultura clásica. Será este método el que Agustín propondrá como vía privilegiada para la interpretación de la Escritura en el tratado De doctrina christiana.


IV.- La “conversión”.


 Un primer indicio de este acercamiento fue su decisión de conocer más de cerca las verdades de la fe que predicaba el obispo Ambrosio, al que admiraba, por lo que, como medida más adecuada, decidió entrar en el catecumenado, aunque hablando con propiedad, Agustín lo que hizo fue reanudar la etapa del llamado precatecumenado, que había iniciado de pequeño, con la recepción de la sal y la signación con la cruz, por decisión de sus padres (Cf. Aug., Conf. I, 11, 17), lo que, sin embargo, no implicaba aún la decisión de bautizarse.

Cuando, en la primavera de 385, llega Mónica a Milán tras el rastro de su hijo, éste le anuncia que había dejado ya la secta de los maniqueos, aunque todavía está sumido en la gran crisis de escepticismo, ni tampoco había entrado en la Iglesia Católica, noticia que ella acogió con una serena alegría que sorprendió a Agustín, pues ella estaba segura en su interior de que la vuelta de su hijo a la fe le sería concedida por sus fervientes oraciones a Dios: "Al llegar, me encontró en grave peligro a causa de mi desesperación de encontrar la verdad. Pero cuando le dije que ya no era maniqueo, aunque tampoco cristiano católico, no dio un salto de alegría [...] Su corazón, pues, no se turbó con inmoderada alegría al oír que se había cumplida ya en gran medida lo que te pedía con lágrimas todos los días.” (Conf., V,1,1).

La llegada de Mónica, y su integración en la comunidad católica de Ambrosio, supuso para Agustín un gran impulso en orden inclinar la balanza de su decisión hacia el catolicismo, pues ésta, como ferviente católica, se integró plenamente en la Iglesia milanesa y con su presencia facilitó aún más, y aceleró si cabe, el acercamiento de Agustín a dicha Iglesia y en especial a su obispo. El año siguiente, el 386, constituyó un año decisivo para Agustín por toda la serie de acontecimientos, personales y sociales, que en él se sucedieron y que le afectaron profundamente.

Un acontecimiento muy significativo desde el punto de vista, social, religioso y político, del que Agustín fue testigo, y en el que su madre estuvo implicada directamente con toda la comunidad católica de Milán, fue el asedio de las tropas imperiales a una de las basílicas de Milán (probablemente la Portiana, situada a extramuros de la ciudad), que Justina, madre del joven emperador Valentiniano, pretendía entregar a los arrianos para sus cultos, a lo que se oponía el obispo católico Ambrosio con toda su Iglesia, hasta el punto que el obispo y sus fieles, entre los que se encontraba la misma Mónica, se encerraron en la mencionada basílica, dispuestos a morir defendiendo su propiedad contra la decisión imperial. Agustín pudo entonces comprobar la determinación y la fuerza de Ambrosio y de su Iglesia en defensa de su fe y de sus intereses contra el arrianismo milanés, lo que aumentó, si cabía, el prestigio que ante él ya tenía el obispo y la admiración que sentía hacia su Iglesia.

Como fruto de su nueva actitud hacia la Iglesia, el prestigio social que había alcanzado en Milán como profesor de retórica, la presencia de su madre y las presiones que ella y sus amigos ejercían sobre él para que se desembarazara de la concubina y se prometiera con alguna joven rica, Agustín despide a la madre de su hijo Adeodato, cuyo nombre desconocemos, pese a amarla realmente, como él mismo confiesa, y se promete en matrimonio con una joven rica, que aún no había alcanzado la edad para poder casarse. De este modo la que hasta entonces había compartido su vida se convirtió en la primera víctima, sacrificada ante las perspectivas de mejora inminentes que se le presentaba al ambicioso profesor de retórica.

Otro acontecimiento, ocurrido en la primavera de ese mismo año, fue el intento de retirarse de los asuntos terrenos con unos diez amigos, entre ellos el rico Romaniano, y recluirse en una vida tranquila e idílica, lejos del bullicio mundano; intento que no pudo cuajar porque, al tratarse de hombres casi todos casados, sus respectivas esposas se opusieron.

El impulso más decisivo para el cambio de rumbo que habría de producirse en la vida del joven profesor de retórica fueron los encuentros habidos dos prestigiosos hombres de la Iglesia católica. El primero fue el anciano sacerdote Simpliciano, hombre avezado en la vida espiritual que había sido el catequista de Ambrosio, con quien entró en contacto probablemente a finales de julio, y al que le abrió de par en par su alma, apasionada por el ideal filosófico platónico y atraída ya fuertemente por el catolicismo, aunque se resistía a él por las excesivas renuncias que éste suponía. Simpliciano supo ganarse definitivamente a Agustín dándole un nuevo empujón hacia el catolicismo. El segundo fue el piadoso Ponticiano, compatriota y amigo suyo, que había sido miembro de la milicia palatina de agentes especiales en la corte de Tréveris. Al entrar en la casa de Agustín observa que sobre la mesa tiene las Cartas de San Pablo y se extraña de descubrir en el profesor de retórica, que él pensaba seguía siendo aún miembro de la secta de los maniqueos, a un compañero de fe cristiana. Este les relató, a él y a Alipio, no sin una fuerte intención apologética y proselitista, las experiencias del movimiento monacal egipcio y, particularmente, la vida y milagros de su fundador Antonio, además de anunciarle que él mismo, junto con unos amigos de la corte de Tréveris, había dejado el mundo para consagrarse a una vida de retiro. Esto supuso una novedad y una sorpresa para Agustín, que le dejó impresionado por el que una tal renuncia al mundo fuera aún posible en su tiempo. La visita de Ponticiano le causó un impacto intelectual y espiritual tan fuerte, que lo sumió en una profunda crisis, la cual desembocó en la “conversión” al catolicismo, pues desde ese momento vio con claridad que la felicidad, que estaba persiguiendo desde su juventud, estaba únicamente en la posesión de Dios, la única Sabiduría. De modo casi irreversible se encontró ante la difícil y definitiva decisión personal de cambiar su género de vida para adaptarla a las exigencias nuevas que le planteaba el cristianismo, lo que no era posible sino a condición de romper categóricamente todos los lazos con los que había estado sujeto hasta entonces: un probable y próximo nombramiento a un puesto de gobernador o a alguna otra posesión honorífica y lucrativa, sin hablar de un matrimonio ventajoso. Mientras que la verdad había permanecido semioculta para él, en forma de sabiduría filosófica, había podido temporizar con dichos lazos bastante fácilmente. Pero ahora la fe católica, en la que él veía la presencia de la tan deseada y buscada Sabiduría, y a la que estaba decidido a consagrarse, le exigía, si quería alcanzarla, la ineludible renuncia a todo lo que hasta ahora constituía su mundo y su vida: la persecución de una carrera y la admiración de los hombres, las aspiraciones a la riqueza, la sensualidad que no le había dejado nunca tranquilo, toda la existencia en medio de la cual se agita y gira en el vacío, todo lo que, en definitiva, está en completa contradicción con el ideal del cristianismo. Él mismo nos dice hasta qué punto fue profunda la introspección que hizo y cómo enjuició su vida y su mundo a la luz de la fe cristiana: "Yo me miraba a mí mismo y me horrorizaba, pero no tenía lugar de huir de mí mismo [...] Entonces, cuanto más ardientemente amaba a aquellos de quienes oía contar tan buenas acciones por haberse consagrado a tu servicio para que los sanaras, tanto más furiosamente me odiaba a mí mismo al compararme con ellos.” (Conf.,7.16-17). 

Con lágrimas en los ojos, y hasta con dolor físico por la gran tensión que semejante situación crítica suponía, en Agustín se produce la catarsis interior a la que venía avocado desde hacía tiempo: se “convierte” definitivamente volviendo al catolicismo materno del que se había alejado en su juventud. Después de este momento tan intenso como doloroso, entra en una gran calma, tan profunda como tremenda fue la crisis, inundándole de una alegría luminosa, que se extiende a los que están con él, entre ellos su propia madre, cuyo papel en este proceso es, con evidencia, decisivo. En ese momento ha llegado al tramo final de aquel largo y tortuoso itinerario de búsqueda de la sabiduría –-, que iniciara en plena juventud, a los diecinueve años. Ahora sabe que se trata de la Sabiduría, con mayúscula, es decir, de Dios mismo: "Porque ya se me habían pasado muchos años - aproximadamente unos doce - desde que a los diecinueve había leído el Hortensio de Cicerón y me había sentido movido por el deseo de alcanzar la sabiduría, y dejaba pasar el momento de dedicarme a su investigación, despreciando la felicidad terrena.” (Conf., VIII, 7,17).
Es este momento el punto crucial en la vida de Agustín, el momento decisivo, que marca el antes y el después del posicionamiento ideológico, afectivo y cultural de Agustín en el marco de las relaciones entre el cristianismo, la cultura y educación clásicas. Hasta ahora, como cultivador de la literatura clásica y como profesor de retórica y hombre elocuente, como “letrado de la decadencia” en palabras de H. I. Marrou, el hiponense se alineaba de lado de aquellos que menospreciaban la literatura cristiana, la Biblia en particular, desde este episodio del jardín de Milán, Agustín ha asumido ya la fe católica, se ha situado del lado cristiano frente al lado clásico-pagano (cuando Agustín hable o escriba, desde ahora, asumirá la expresión “nosotros” se referirá a los cristianos, frente al “ellos” o “vosotros” de los paganos). Él mismo nos lo hace ver cuando, semanas más tarde, desde el retiro de Casiciaco, escribe a Romaniano hablando de "los misterios de nuestra fe" refiriéndose a las enseñanzas de san Pablo en 1Cor 1,24, y le manifiesta abiertamente.

La primera e inmediata consecuencia del nuevo rumbo que había tomado su vida fue la firme decisión de abandonar la escuela. Pese a esta decisión, que sólo conocían unos pocos amigos, Agustín continuó algunos días enseñando - podría decirse que por prudencia social- hasta que llegaran las ya próximas vacaciones con ocasión de la vendimia, las feriae vendimiales, que iban del 22 de agosto hasta mediados de octubre. Si soportó seguir esos pocos días en su tarea docente, fue porque tenía ya tomada la decisión de no volver más a ejercer como maestro. De hecho espiritualmente ya no lo era, porque le faltaban las motivaciones materialistas, que le habían guiado hasta entonces y de las que se sentía ya liberado.


En septiembre, pues, y aprovechando la interrupción de las clases, Agustín  se retiró a pasar las vacaciones con un pequeño grupo de amigos a una villa campestre en los alrededores de Casiciaco, al sur del Lago de Como y a unos 30 kilómetros de Milán, que puso a su disposición su colega y amigo Verecundo. Este pequeño y extrañamente variado grupo estaba formado por su anciana madre Mónica, su hijo Adeodato, su hermano Navigio, su amigo Alipio, dos primos hermanos suyos, Lastidiano y Rústico, "que no habían pasado por la escuela de gramática", y dos jóvenes paisanos y discípulos suyos: Licencio, hijo de Romaniano, y el noble Trigedio. A todos ellos les unía la pretensión de llevar "una vida en filosofía" y realizar el antiguo ideal del otium liberale (el ideal del christianae vitae otium, en versión cristiana), el cual dará sentido y coherencia a su vida y a la del grupo desde ahora hasta que sea ordenado sacerdote por Valerio de Hipona.

En Casiciaco la vida del grupo gira toda ella en torno a la reflexión y al diálogo sosegado sobre la naturaleza de la filosofía y su búsqueda. Agustín, además de dirigir las reflexiones del grupo, que a veces considera como una escuela a cuya cabeza estaba él como maestro, se dedicaba a rezar, a pensar y a dialogar con sigo mismo. Desde allí, cuando terminaron las fiestas de la vendimia, Agustín puso en conocimiento de las autoridades escolares milanesas su intención de no incorporarse a su puesto docente.

La alusión a este dolor tiene muchos visos de ser una excusa para no quedar mal con las autoridades ni con los padres de sus alumnos. De hecho, cuando alude a esta enfermedad cada vez habla de una cosa distinta: de una dolencia de estómago; de una afección pulmonar, de dolores de pecho provocados por el exceso de trabajo.
También renunció a su compromiso de matrimonio con su joven y rica prometida, lo que suponía, además, el abandono de su posición pública y al prestigio social que ella implicaba y que tanto había perseguido en sus años anteriores, de sus esperanzas de seguridad financiera, que le podría haber permitido dedicarse a ese ocio tan anhelado meses antes en Milán. Esto es un índice de que su conversión progresaba paulatinamente hacia la radicalidad cristiana. Desde Casiciaco, igualmente, envió a Ambrosio un escrito personal e indicativo de que, aunque todavía no se había inscrito en el catecumenado, ya había entrado su dinámica.

A principios de marzo del 387, coincidiendo con el inicio de la cuaresma, Agustín vuelve a Milán "para dar el nombre", es decir para entrar oficialmente en el catecumenado (o para reiniciarlo porque ya hemos visto que se había inscrito en la infancia, aunque lo había abandonado al alejarse de la Iglesia), que se hacía durante la cuaresma, porque estaba decidido a bautizarse. Le acompañaban en el mismo propósito Alipio y Adeodato. Después de inscribirse en la lista de los catecúmenos de aquel año, haciéndose competente, y de realizar esta etapa del catecumenado durante la cuaresma, fueron bautizados por el obispo Ambrosio en la Vigilia Pascual del 24 al 25 de abril de ese año. Ahora sí que Agustín había encontrado el camino de la Sabiduría y se había liberado para seguirlo. El bautismo supuso, por tanto, la liberación definitiva de Agustín de todo aquello que le había tenido prisionero hasta entonces, desde los albores de la adolescencia, es decir de las cosas y de los intereses materiales que habían guiado su vida hasta entonces, y el inicio de un camino de consagración a la vida cristiana que iba a terminar con la entrada en el estado clerical como presbítero, primero, y como obispo después, propiciando, además, la progresiva clarificación de su postura definitiva frente a la cultura y educación clásica y pagana.


 V.- La opción por la radicalidad cristiana: Servus Dei.


 En el otoño de ese mismo año 387, Agustín y Evodio decidieron volver a África, llevando consigo a Mónica y Adeodato. Para ello se dirigieron a Ostia donde se encontraron con que no podían zarpar para África porque la flota del usurpador Magno Clemente Máximo había bloqueado los puertos romanos en su intento de apoderarse de Roma. En vista de lo cual, se instalaron en una casa, lejos de la zona portuaria, esperando la oportunidad de embarcar. Agustín cuenta una experiencia mística, ocurrida en esa casa, de la que fueron protagonistas él y su madre y que tuvo una gran importancia para su vida de inquieta búsqueda de la verdad, porque supuso la experiencia anticipada de la visión de esa verdad que tanto había buscado: "Un día estábamos solos y asomados a una ventana, desde donde se veía un jardín que había dentro de la casa que habíamos alquilado [...] Y mientras que hablábamos de su sabiduría y ansiosamente suspirábamos por ella, llegamos, en un supremo esfuerzo de nuestros corazones, a tocarla con todo el ímpetu y el anhelo de nuestro espíritu, aunque repentina e instantáneamente; y después, suspirando por no haber podido gozar más de aquella eternidad, dejándonos allí las primicias de nuestra alma, nos volvimos a nuestro común modo de hablar, donde la palabra suena para ser oída, y se comienza y se acaba." (Ep. 9 1). A partir de ahora, la vida de Agustín, su manera de ver e interpretar todas las cosas, incluida la cultura clásica en su conjunto, serán tamizadas y valoradas por el cristal de esa experiencia mística. 
Estando en Ostia, Mónica cayó enferma y murió a los diez días, después de nueve de enfermedad, en el otoño del 387, a la edad de cincuenta y seis años, cuando Agustín tenía treinta y tres. Después del entierro de Mónica, Agustín y Evodio volvieron a Roma en espera de que se levantara el bloqueo, quedando el resto del grupo en Ostia. En Roma ambos tomaron la decisión de seguir una vida de perfección y radicalidad cristiana, pero en lugar de hacerlo recluyéndose por su cuenta en un círculo de selectos e incontaminados intelectuales cristianos a la búsqueda de la Sabiduría, al estilo de lo que hicieron en Casiciaco, ahora lo hacen formando un grupo públicamente reconocido y apreciado dentro de la Iglesia católica con el nombre de Servi Dei [Siervos de Dios]. Se trataba de un movimiento de seglares específicamente latino, sin conexiones con el monacato oriental eran seglares, que querían vivir en el seno de la Iglesia católica la opción de la radicalidad cristiana como consecuencia de tomarse en serio los compromisos del bautismo recibido. Aunque no muy bien definidos, eran muy estimados por los fieles, quienes acudían a ellos en demanda de oraciones, y por la jerarquía, que los recibía en las comunidades a las que llegaban con todos los honores, dada su reputación de taumaturgos. Esta decisión supuso un giro importante en la actitud de Agustín y sus compañeros respecto a su papel dentro de la Iglesia, que tendría gran repercusión en el futuro de sus vidas y de la Iglesia africana y occidental, puesto que se situaban en la “élite” espiritual de la misma, asumiendo sus preocupaciones, sus intereses, metas y posicionamientos, además de poner a ambos a las puertas de la entrada en el estado clerical, lo que se produciría años más tarde.

El 27 ó 28 de julio del año 388, las tropas de Teodosio vencieron y dieron muerte a Máximo en Aquilea, lo que provocó que el jefe de su flota, Andragasio, se arrojara al mar, y que el franco Arbogasto asesinara, por encargo de Teodosio, al joven Víctor, hijo de Máximo. Los puertos romanos quedaron, por consiguiente, abiertos, con lo que Agustín y Evodio regresaron a Ostia y el grupo se embarcó para Africa. A finales del 388 estaban, por fin, en Cartago, desde donde emprendieron viaje, finalmente, a Tagaste. Agustín permanecería allí dos años, instalado con su grupo en las posesiones familiares. En ese tiempo morirían su amigo Nebridio, que desde Milán se había vuelto a Africa y vivía con su madre en Hipona, y su hijo Adeodato, que vivía con Agustín en Tagaste.
A raíz de estas pérdidas, sobre todo la de su hijo Adeodato, Agustín, cuyo temperamento le impulsa a algo más que a ser un simple contemplativo, siente la necesidad dar un giro a su vida y a la de su pequeña comunidad dedicándose a una vida activa y “más útil” dentro de la Iglesia, que supondría una paulatina transformación del grupo de Servi Dei en una especie de "monasterio" con Agustín al frente como padre y director espiritual.


VI.- La entrada de Agustín en el estado clerical: sacerdote y obispo.


- Agustín presbítero: encargado de la predicación y enseñanza cristianas.

En la primavera del 390 se traslada a Hipona buscando un lugar en donde fundar un nuevo monasterio. El obispo católico de la ciudad, Valerio, era de origen griego, poco conocedor de la lengua y literatura latinas, que, además, no entendía el púnico, que era la lengua del pueblo. Un día en que Agustín asistía a una celebración litúrgica, Valerio se lamentaba ante los fieles de la necesidad que tenía de un sacerdote que predicara al pueblo en su lengua y que defendiera la fe católica frente a sus enemigos, principalmente maniqueos. La asamblea, con el obispo a la cabeza, “atrapó” para presbítero de aquella Iglesia, recibiendo el sacerdocio en el 391. Agustín fue encargado de predicar al pueblo, "contra el uso y costumbre de las iglesias de África, lo cual provocó la desaprobación de otros obispos", que reservaba dicha tarea exclusivamente al obispo.

Para Agustín este encargo suponía un nuevo paso hacia la identificación plena con la causa católica, siguiendo, además, el mismo rumbo de la radicalidad cristiana en la que se había situado: de "filósofo contemplativo cristiano" se había convertido en hombre de acción, en agente de pastoral directa y en clérigo, lo que hizo que paulatinamente sus intereses intelectuales fueran transformándose por sus nuevos deberes en intereses y obligaciones pastorales, como presbítero primero, y luego como obispo. Su producción literaria da fe de ello, porque a partir de ahora sus escritos, que estarán dedicados a defender, propagar y enseñar la fe católica. Las mismas Confessiones, (no sólo el De doctrina christiana), que son fundamentalmente autobiográficas, aunque no de modo exclusivo, tienen un carácter pedagógico y didáctico. En realidad, Agustín pasó los años de madurez rodeado de taquígrafos que escribían al dictado alguna carta, algún tratado, o algún sermón. Sus escritos, casi siempre, estaban motivados por las exigencias de su cargo pastoral, por alguna situación urgente de la Iglesia africana de la que él se había constituido en punto de referencia, o por alguna petición expresa, como ocurrió con su libro sobre catequesis, el De catechizandis rudibus, que lo escribió a petición de Deogradias: “Me pediste, hermano Deogracias, que escribiera algo que pudiera serte útil sobre cómo catequizar a los principiantes.” (Cat. rud., I,1,1). Según refiere él mismo, las bibliotecas episcopales estaban llenas de obras suyas, incluso antes de que las terminara, como ocurrió con los tratados De Trinitate y De doctrina christiana.

Ya ordenado sacerdote, Agustín fundó un monasterium, en una casa cedida por su obispo junto a la iglesia, en la que Agustín vivía con el resto de los Servi Dei según el modo y la regla establecida por los apóstoles. Este monasterio se convirtió en un seminario, en el verdadero sentido etimológico de la palabra semillero, en donde los protegidos de Agustín eran trasplantados al episcopado en las ciudades más importantes de Numidia. Agustín se apoyó siempre en sus monjes, de los que estaba rodeado, viviendo con ellos, incluso cuando era obispo, de los que nunca se desvincularía a pesar de sus múltiples tareas pastorales, sino que era su punto de referencia, pues volvía siempre con ellos cuando terminaba sus obligaciones ministeriales. El estilo de vida de estos Servi Dei, fundamentado en los votos monásticos de pobreza, castidad y obediencia, y su educación centrada en las Sagradas Escrituras, suponía un aislamiento deliberado del mundo, lo que los rodeaba de gran autoridad espiritual y de una aureola de especial ante los fieles.


- Agustín obispo: guía, defensor y maestro de la comunidad y de la causa católica.

En el 395 Valerio, sin atenerse de nuevo a la legislación de las Iglesias africanas, que impedían fuera consagrado para una iglesia un obispo mientras viviera el titular de la Iglesia en cuestión, lo nombró su obispo auxiliar, siendo consagrado por el primado de Numidia, Magnecio, con la resistencia del propio Agustín y contraviniendo la legislación de las iglesias africanas. El nuevo obispo sintió la necesidad de retirarse durante algún tiempo a meditar en las Escrituras para sosegar su alma, aunque también influiría para ello el deseo de quitarse de en medio hasta que pasara la tormenta que su ordenación había provocado en la Iglesia africana. Por ello solicitó permiso a su obispo Valerio para retirarse un tiempo a meditar las Escrituras. Este corto retiro fue un momento importante en la evolución personal de Agustín. En las Escrituras encontró sosiego para su alma y saluberrima consilia provenientes sobre todo de Pablo, para, guiar, amonestar con autoridad y defender a su Iglesia de los enemigos exteriores. Al año siguiente, el 396, tras la muerte de Valerio, Agustín se hizo cargo de la Iglesia católica de Hipona, al frente de la cual estará durante el resto de su vida y en medio de la que se sentirá como el padre de una gran familia a la que tenía que mantener en paz, proteger y dirigir.

Como obispo, Agustín se convirtió en uno de los personajes públicos de una ciudad en la que gran parte de la vida era pública. En Hipona, como en otras ciudades de África, los grupos rivales - paganos, cristianos católicos y cristianos donatistas - estaban físicamente agrupados por barrios, que a veces se enzarzaban en luchas casi ritualmente organizadas. La gente, sobre todo el ciudadano medio, estaba pendiente del obispo en este contexto de continuas tensiones. En adelante, la vida de Agustín se vio condicionada por la función de arbitraje propia del obispo, y su agenda diaria estaba tan milimetrada y cargada de asuntos urgentes que apenas tenía tiempo para dedicarse a otra cosa que a resolver las demandas y cuestiones que cada día se le presentaban, paro al mismo tiempo añorando, él que en el fondo era un contemplativo, la vida ordenada de los monjes dedicados a la oración y al estudio. El obispo debe sacrificar ese “ocio cristiano” por el deber de la caridad que le impulsa a gobernar su Iglesia.

La rutina pastoral diaria de la vida de obispo, que Agustín afrontaba como "una pesada carga" y hasta como una forma de "esclavitud", no le impidió vivir consciente y activamente los cambios rápidos que se produjeron en su época, muchos de los cuales fueron provocados por su propia iniciativa o por la de otros obispos católicos. Entre esos cambios se puede mencionar la expulsión de los donatistas de Hipona con lo que la ciudad se hizo enteramente católica, problema con el que Agustín tuvo que enfrentarse directamente como obispo de dicha ciudad, de modo especial desde el año 393, en que todo el episcopado africano decidió pasar a la ofensiva final contra el donatismo.

Los últimos años de la vida de Agustín fueron años de calamidades públicas se multiplicaban, provocadas sobre todo por las invasiones bárbaras. En dos ocasiones, durante los años 408 y 409, los godos conducidos por Alarico habían sitiado Roma, y el 24 de agosto del año 410, la saquearon sin piedad durante tres días, incendiando parte de ella. A parte del significado político de este acontecimiento desastroso, en el plano psicológico e ideológico supuso un golpe tremendo para el mundo civilizado, porque Roma era ante todo el símbolo y encarnaba la seguridad y permanencia del modo de vida e ideales que dicha civilización representaba. Agustín reaccionó inmediatamente ante este acontecimiento, como lo demuestran sus largos sermones sobre el evento, en especial su célebre "sermo de excidio urbis Romae", y sus cartas a personalidades de la época. En el otoño del año 410 le falló por fin la salud, y se retiró a la finca de un amigo para recuperarse.

Tras el desastre de Roma los intelectuales paganos reaccionaron reorganizándose en un neopaganismo literario y filosófico, que los cristianos interpretaron como una amenaza para la expansión del cristianismo, cuyos efectos Agustín percibió de modo real en el Norte de África, concretamente a Cartago, a donde llegaron muchos de estos intelectuales paganos, refugiados huyendo de los invasores tras el saco de Roma. Agustín se vio impelido a dar una urgente y contundente respuesta desde el lado cristiano al gran interrogante que el mencionado desastre planteaba a todos. Respuesta de Agustín que, sin embargo iba dirigida de modo particular a los cristianos intelectuales.

Desde nuestro punto de vista, esta respuesta la constituyeron dos obras fundamentales de Agustín: por una parte la gran obra De civitate Dei (La ciudad de Dios), que el mismo calificó de magnum opus et arduum (trabajo enorme y arduo), y que tardaría más de trece años en escribir, pues los tres primeros libros aparecieron en el 413 y los últimos en el 425; en segundo lugar, el del De doctrina christiana (La enseñanza cristiana), cuya terminación emprendería al año siguiente de haber terminado el De Civitate Dei.

Agustín comenzaba ya a estar cansado y percibía que no le quedaban muchos años de vida, por lo que se dispuso a preparar su sucesión en la sede episcopal y a poner en orden toda su larga obra literaria. Así, el 26 septiembre del 426 nombró como sucesor suyo al presbítero Eclodio ante toda su Iglesia reunida en la Basilica Pacis, encomendándole, de momento y como primera tarea sucesoria, las cuestiones jurídicas, es decir, hacer de juez para su pueblo, tarea que a él tanto le incomodaba.

Liberado de esta pesada carga, en ese mismo año Agustín se recluyó en su biblioteca, en ese tantas veces anhelado ocium christianum y dedicándose a la reflexión sobre las Sagradas Escrituras, a poner en orden su biblioteca al mismo tiempo que hacía un examen de sus escritos anteriores haciendo algunos retoques para ajustarlos a sus posicionamientos actuales sobre las diferentes cuestiones tanto teológicas como filosóficas y culturales, pues su postura había evolucionado mucho con el tiempo y el Agustín anciano obispo no era ya el joven laico enamorado de la filosofía y de la cultura clásica que reflejan sus escritos de Casiciaco. Esta liberación parcial de su tarea cotidiana, junto con el empeño de revisar su obra pasada, que a veces veía la luz y se la quitaban de las manos antes siquiera que él mismo le diera los últimos retoques, contribuyó, también, a que se decidiera a terminar el De doctrina christiana, al percatarse de que lo había dejado a medias hacía ya tantos años. 
En el verano del 429 y la primavera del 430, los vándalos recorrieron repentinamente la Mauritania y la Numidia sin que nadie les opusiera resistencia, arrasando todo a su paso, matando, torturando o expulsando a la gente de las ciudades, mostrándose especialmente duros con el clero católico, llegando a torturar hasta la muerte a dos obispos a los que pudieron atrapar, porque los demás huyeron a refugiarse en la fortificada ciudad de Hipona.
En medio de esta vorágine persecutoria, con la ciudad de Hipona cercada por los vándalos, y de la gran tribulación que ello suponía para toda la Iglesia africana, en el mes de agosto del año 430 Agustín cayó enfermo con fiebre. Murió y fue enterrado el 28 de ese mismo mes, cuanto contaba 76 años de edad. Su última carta estaba dirigida a los obispos africanos, en la que les apremiaba a no abandonar sus puestos ante la menaza inminente que se cernía sobre sus iglesias, pues desde el 428 los vándalos, conducidos por Genserico, estaban saqueando el norte de África. En el 431 Hipona fue evacuada e incendiada en parte, salvándose de milagro la biblioteca del difunto obispo Agustín, San Agustín.





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