EL SUEÑO.
El sueño hace realidad
mis deseos y quimeras
en un país irreal y mágico,
en donde la geografía y la historia se entremezclan
en una danza infinita:
el tiempo se hace espacio sin límites
y el espacio se sucede,
encarnado en días azules
con sus amaneceres y atardeceres rojos y malvas.
Es un país en donde no hay tierra,
sino que todo fluye como un mar
infinitamente frágil y súbito;
donde andar sobre las aguas no es cosa de milagro,
sino de ingravidez angélica,
patrimonio de todo el que allí ha nacido.
En ese país encantado e inenarrable
soy a la vez
niño con cabeza de canas plateadas
y viejo con ideas infantiles,
inocentes y sabias,
conservadoras y revolucionarias
al mismo tiempo.
A veces los perfiles de la gente se diluyen
como sombras,
como estatuas de viento tragadas por la niebla.
Allí he visto esfumarse las fronteras,
que tanto dolor causan entre nosotros
cuando estamos despiertos,
y dejadas por inútiles
las vallas y las cercas,
sin que haya que esperar a que mueran los tiranos,
porque todos sus habitantes son transparentes
y pueden atravesar los muros
y las mentes.
Tampoco hay nada oculto,
porque no hay nada que ocultar,
ni siquiera los suspiros.
Tan sólo están prohibidos los odios y rencores.
Allí he visto, también,
niños de todas las edades
sin marcas de hambre en el cuerpo,
ni miedo en los ojos,
y viejos con grandes horizontes
por delante.
He visto, hacia levante,
mil soles de todos los colores,
y un enjambre de rosas a poniente
con todos los olores.
Cuando salgo del sueño,
sin embargo,
me despierto
y estoy llorando.
